#LALIGUA
La historia que a continuación voy a contar se desarrolla en
un pueblo famoso por sus telares, que tuvo una época de gran auge hace ya un
par de décadas, pero que hoy combate su existencia con productos más masivos,
pero de menor calidad, que inundan las tiendas nacionales. Tras algunas
personas que viven de este sustento, se esconde una cofradía que guarda
secretos ligados a la brujería.
Cristian era un joven enamorado. Cuarto y último hijo de una
familia de seis, había tenido todo lo que había querido. El concho dirán
algunos, y sí, efectivamente, ser el hijo que “cierra la fábrica” implica entre
otras regalías dinero, permisos y ventajas que no disfrutaron los mayores. Una
de éstas era ocupar el auto del papá, un famoso concejal de la comuna que había
amasado una pequeña fortuna vendiendo chalecos a empresarios extranjeros.
Era un sábado más, otro igual a los que vivía cada semana, y
como tal, se reuniría con sus amigos en la plaza, para ir a esa disco medio
clandestina que quedaba de camino a Valle Hermoso.
Esa noche conoció a Anita. Ella vivía con su abuela y su pequeña
hija de tres años, fruto de una relación colegial
cuando cursaba tercero medio.
Del padre, ni luces.
Entenderán también la
aprehensión de la abuela con respecto a los permisos y cuidados que la joven
debía tener con la pequeña Leonor. Independiente de lo anterior, Anita siempre
era muy responsable con el bienestar de su hija y las ocasiones en que salía eran
muy pocas y debían estar justificadas con su abuela. Ésta era una de esas. Su
cumpleaños…
Pasó a buscarla su prima y partieron al lugar de reunión, al
que llegaron rápido. Recién llegadas a la fiesta estaban, cuando los ojos de Cristian y
Anita se encontraron. Él, con esa actitud tan entradora se acercó a la joven e inició
una conversación que no duró una noche,
sino que continuó al día siguiente y las semanas posteriores, hasta convertirse
en una relación duradera.
Pero dicen por ahí que cuando el pueblo es chico, el
infierno es grande. Bastó que la abuela de Anita, que por esas cosas de la vida trabajaba en la
producción de telares sorprendiera al
novio de Anita en una feria de tejidos, muy coqueto con otra vendedora, para
que se desatara su poder. Ocurría que la abuela pertenecía a un selecto grupo
de ancianas del pueblo que se caracterizaban por la santería: Las brujas de
Valle Hermoso.
Un par de conversaciones por aquí y por allá para constatar
lo que sus ojos veían. El Cristiancito no tenía una amante, sino tres. La rabia
era mucha, pero su experiencia mayor. Hizo lo que toda madre o abuela hubiese
hecho en su situación: habló con Anita.
La joven, como era de esperarse, no le creyó ni un poco lo
que le contaba. Peor aún, el joven no se sentía aludido cuando en el almuerzo
la anciana le lanzaba indirectas, es más, con la fanfarronería que lo
caracterizaba discutía con la anciana sólo con el afán de irritarla más de lo
que ya estaba. Además, debía aguantar verlo pavonearse por su casa sin siquiera
respetar los momentos de silencio o descanso de ella.
La abuela era una bomba de tiempo a punto de estallar, y como
tampoco estaba dispuesta a ver sufrir a su nietecita, que ya había sufrido suficiente
cuando sus padres habían muerto atropellados por un ebrio al volante, comenzó a
utilizar todos los recursos que había aprendido de su madre, hace ya cincuenta
años atrás. Sin vuelta atrás.
Ocurrió una noche, tras la visita de Cristian. El joven
nunca notó que el té de aquella once tenía un leve sabor diferente. Se despidió apurado y partió. Animado iba a
ver a otra de sus conquistas, la que vivía en Longotoma, cuando su vista se
nubló e impactó un poste en el costado del camino. Entre los fierros retorcidos
una voz que se le hacía conocida dijo: ¿Necesitas ayuda? Fue lo último que
escuchó.
Su cuerpo yacía sobre un gran mesón negro, rodeado de velas
rojas y de capas negras que impedían identificar caras. Lejano, el sonido de
una canción entonada por voces agudas preparaba el final.
Sin reacción en sus movimientos y en primera fila observó
cómo la larga daga afilada, la misma que cortaba las verduras en la casa de
Anita, abría sus carnes y dejaba fluir la sangre en un escape tan lento como
doloroso.
Al día siguiente, los titulares decían: “Hijo
del Concejal González muere tras colisionar su vehículo con un poste”; “El
Estado del automóvil hizo imposible su rescate a tiempo”. //OA
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