domingo, 1 de septiembre de 2019

VALLE HERMOSO

#LALIGUA

La historia que a continuación voy a contar se desarrolla en un pueblo famoso por sus telares, que tuvo una época de gran auge hace ya un par de décadas, pero que hoy combate su existencia con productos más masivos, pero de menor calidad, que inundan las tiendas nacionales. Tras algunas personas que viven de este sustento, se esconde una cofradía que guarda secretos ligados a la brujería.
Cristian era un joven enamorado. Cuarto y último hijo de una familia de seis, había tenido todo lo que había querido. El concho dirán algunos, y sí, efectivamente, ser el hijo que “cierra la fábrica” implica entre otras regalías dinero, permisos y ventajas que no disfrutaron los mayores. Una de éstas era ocupar el auto del papá, un famoso concejal de la comuna que había amasado una pequeña fortuna vendiendo chalecos a empresarios extranjeros.
Era un sábado más, otro igual a los que vivía cada semana, y como tal, se reuniría con sus amigos en la plaza, para ir a esa disco medio clandestina que quedaba de camino a Valle Hermoso.
Esa noche conoció a Anita. Ella vivía con su abuela y su pequeña hija de tres años, fruto de una relación colegial
cuando cursaba tercero medio. Del padre, ni luces.
 Entenderán también la aprehensión de la abuela con respecto a los permisos y cuidados que la joven debía tener con la pequeña Leonor. Independiente de lo anterior, Anita siempre era muy responsable con el bienestar de su hija y las ocasiones en que salía eran muy pocas y debían estar justificadas con su abuela. Ésta era una de esas. Su cumpleaños…
Pasó a buscarla su prima y partieron al lugar de reunión, al que llegaron rápido. Recién llegadas a la  fiesta estaban, cuando los ojos de Cristian y Anita se encontraron. Él, con esa actitud tan entradora se acercó a la joven e inició  una conversación que no duró una noche, sino que continuó al día siguiente y las semanas posteriores, hasta convertirse en una relación duradera.
Pero dicen por ahí que cuando el pueblo es chico, el infierno es grande. Bastó que la abuela de Anita,  que por esas cosas de la vida trabajaba en la producción de telares  sorprendiera al novio de Anita en una feria de tejidos, muy coqueto con otra vendedora, para que se desatara su poder. Ocurría que la abuela pertenecía a un selecto grupo de ancianas del pueblo que se caracterizaban por la santería: Las brujas de Valle Hermoso.
Un par de conversaciones por aquí y por allá para constatar lo que sus ojos veían. El Cristiancito no tenía una amante, sino tres. La rabia era mucha, pero su experiencia mayor. Hizo lo que toda madre o abuela hubiese hecho en su situación: habló con Anita.
La joven, como era de esperarse, no le creyó ni un poco lo que le contaba. Peor aún, el joven no se sentía aludido cuando en el almuerzo la anciana le lanzaba indirectas, es más, con la fanfarronería que lo caracterizaba discutía con la anciana sólo con el afán de irritarla más de lo que ya estaba. Además, debía aguantar verlo pavonearse por su casa sin siquiera respetar los momentos de silencio o descanso de ella.
La abuela era una bomba de tiempo a punto de estallar, y como tampoco estaba dispuesta a ver sufrir a su nietecita, que ya había sufrido suficiente cuando sus padres habían muerto atropellados por un ebrio al volante, comenzó a utilizar todos los recursos que había aprendido de su madre, hace ya cincuenta años atrás. Sin vuelta atrás.
Ocurrió una noche, tras la visita de Cristian. El joven nunca notó que el té de aquella once tenía un leve sabor diferente.  Se despidió apurado y partió. Animado iba a ver a otra de sus conquistas, la que vivía en Longotoma, cuando su vista se nubló e impactó un poste en el costado del camino. Entre los fierros retorcidos una voz que se le hacía conocida dijo: ¿Necesitas ayuda? Fue lo último que escuchó.
Su cuerpo yacía sobre un gran mesón negro, rodeado de velas rojas y de capas negras que impedían identificar caras. Lejano, el sonido de una canción entonada por voces agudas preparaba el final.
Sin reacción en sus movimientos y en primera fila observó cómo la larga daga afilada, la misma que cortaba las verduras en la casa de Anita, abría sus carnes y dejaba fluir la sangre en un escape tan lento como doloroso.
Al día siguiente, los titulares decían: “Hijo del Concejal González muere tras colisionar su vehículo con un poste”; “El Estado del automóvil hizo imposible su rescate a tiempo”. //OA

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