#RANCAGUA #COYA
La fría precordillera
fue testigo de lo que a continuación relataré. Esos hechos que cuando
ocurren, hacen cambiar la visión de las personas más escépticas, y que influyen
no en una generación, sino que cambian el ideario de todos los descendientes.
Si bien nací en Rancagua, mi verdadero origen fue Coya, un
pueblito del oriente de la Región de O’Higgins que nos cobijó junto a mi familia
desde que tengo uso de razón. Mi abuelo Carlos, coyino de toda la vida, en uno
de esos fríos inviernos que azotaban mi juventud, y rodeado de todos los primos
que nos quedábamos hasta la madrugada a escuchar sus historias, nos contó una que
jamás olvidaré.
Cuando él era joven, la extracción minera de la zona estaba
dando sus primeros pasos. La incursión de avezados cateadores era cosa de todos
los días en los cerros de las cercanías de Coya y mi abuelo fue viendo en esto
una posibilidad de vida. Un día, junto a sus amigos de infancia, decidió surcar
las colinas en busca de los preciados minerales que la tierra celosamente
guardaba.
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Imagen: Contenidoslocales.cl |
Se despidieron de sus familias y partieron hasta más allá de
donde sus jugarretas infantiles los habían llevado. Era un día extraño, una
aparentemente inocente llovizna mojaba a los viajeros, en pleno febrero,
calando con su humedad los entumecidos cuerpos de los ansiosos que, no
importando lo desagradable de la situación, caminaban al horizonte.
Así fueron avanzando. El primer día, se encontraron con
otros viajeros, unos gringos, que
seguramente, con las mismas intenciones,
los evadían, como si fuera una competencia descubrir una veta. Al tercer día,
un hecho que les causó extrañeza. Justo
antes de empezar a subir uno de los tantos cerros de su travesía, vieron al
grupo rival bajar corriendo la ladera, porrazos entre medio, con la mirada aterrada, impidiendo incluso que los entonces
jóvenes, preocupados, los detuvieran.
Después del episodio, continuaron con precaución, y metros más adelante, en una
quebrada, encontraron la ropa y equipaje de los norteamericanos. Un poco más lejos, dieron con la primera
alegría en la travesía: Una mina abandonada.
Como ya anochecía, decidieron pasar dormir en el lugar y por
la mañana ingresar a inspeccionar. Esa noche agotaron todo el alcohol, incluso
unas botellas de whisky que había en el equipaje que los gringos miedosos dejaron
tirado. Compartieron, rieron y recordaron a las damas que los esperaban, o que
deseaban que los esperaran en el pueblo.
Ya de madrugada, algo
extraño ocurrió. Un lamento lejano, inentendible al comienzo, se fue acercando, hasta sentirlo como un frío hálito tras su
nuca. “Carlos, Carlos”se repetía
constantemente.Entre el exceso de alcohol y el sueño, se derribó cualquier
intento de reacción.
Al día siguiente, preguntó a sus amigos si había venido
alguna mujer, porque escuchó que lo habían llamado: “Estabai más curado
que el profe Gonzalo”.- dijo Rodrigo, el
más grande del grupo, sepultando cualquier idea de que fuera cierto. Pura
elucubración de la mente, pensó.
Después de tomar desayuno, aprovechando la agüita caliente
del choquero rudimentariamente armado, ingresaron con sumo cuidado por el
orificio de dos metros asegurado con pilotes
de madera viejos en cada extremo. Calculó que avanzaron unos veinte metros en
recto descendente, hasta encontrar una bifurcación, que mostraba dos caminos,
uno que se ensanchaba y otro que parecía
ser más estrecho. Siguieron por el camino más amplio. Pero apenas avanzaron un
poco, algo los perturbó. Sus nombres, a lo lejos, eran repetidos con
espeluznante claridad por una voz femenina.
Mi abuelo miró a sus compañeros y titubearon en continuar la
ruta. Luego miraron hacia adelante, y entre la oscuridad, más allá de lo que
sus antorchas alumbraban, una silueta femenina apareció. Si eso ya era
terrible, el sonido que acompañaba el lamento les intrigó. Al parecer
arrastraba algo, que conforme se fue acercando, pudieron notar y los
estremeció: Un ataúd, que movía lentamente.
Mi abuelo no recuerda cómo escaparon de la veta, ni el
tiempo que demoraron en regresar a casa, sólo que después de eso, nunca más entraría
a una mina, ni hablaría del hecho con nadie. Cuenta que un amigo perdió la voz
por meses, y Rodrigo, el mayor, se fue al sur para desaparecer de las preguntas
curiosas.
Después de contada la historia, nos miramos extrañados.
Todavía debíamos volver a casa, distante a unos dos kilómetros de la casa de mi
abuelo, en una época en que la única luz nocturna que podía ayudarnos a ver el
camino era la de la luna, que se ausentaba una noche nublada y de llovizna,
como esa. //OA
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