domingo, 22 de septiembre de 2019

EL DESTALONADO


#COPIAPÓ

Los partidos en las áridas canchas Anfa copiapinas eran la entretención de las tardes. La nube de polvo tras la que aparecían las siluetas de los pintorescos deportistas detrás del balón formaban parte de la imagen común en las afueras de la ciudad en plenos años 80’. Más aún cuando las preocupaciones eran nulas y la juventud estaba en su apogeo. Entre patadas, viento y sudor, y sólo debido a la cercanía del fin de la luz solar, el partido llegaba a su fin.
Imagen:  www.wikipedia.org
Después de una breve conversa post partido, cada uno partió a su casa. El grupo más grande tomó sus bicicletas y se fueron juntos a las poblaciones cercanas; el resto, se dividió en varias direcciones aledañas. Lo mío era un poco más difícil. Yo vivía de camino a Paipote, y era el que llegaba último a la casa. Pero esas rutas largas y aburridas nunca eran tan solitarias. Siempre había alguien que me acompañaba. Mi fiel perrito “Alf”, que obviamente llevaba ese nombre por mis serie ochentera favorita.
Alf era un perrito negro, casi tan flaco como su dueño,  de altura media, orejas pequeñas y cola larga, que cada vez que llegaba del colegio me secundaba a la cancha a reunirme con los amigos y seguía a cuanto lugar fuera.
Aquel atardecer, un aire frío entumecía mi cuerpo, que sólo media hora antes había estado acalorado por el fulgor del partido. El perrito, al pie del cañón, me acompañaba, pero se notaba inquieto. Miraba, ladraba y gemía cada cierto rato, como avizorando el peligro. Teníamos que cruzar una larga calle antes de llegar a nuestra casa y sólo el crepúsculo era el testigo de la proeza.
El viento, lejos de desaparecer, aumentaba conforme avanzábamos el trayecto.  Al superar una loma, Alf comenzó a ladrar, algo se aproximaba. Dentro de lo poco que vi, un remolino extraño, de esos bien polvorientos del norte,  se cruzó en el camino con tal rapidez que parecía venir directamente hacia mi persona.
Con la agilidad que me caracterizaba, corrí hacia el lado, asustado por la vorágine de viento, separándome de Alf, que engrifado y siempre impetuoso ladraba y mostraba los dientes a la ventisca, que parecía tener vida propia.
La ventolera, nuevamente se acercó a mí. - Algo no anda bien, no puede ser- pensé,  mientras me alejaba lo más rápido que podía. En eso, algo que me dejó perplejo: dos puntos rojos, como verdaderos ojos entintados en sangre se vieron a través de la nube de polvo, en su parte más alta, un verdadero demonio de viento. Me quedé sin respuesta. Mi cuerpo no reaccionó, mientras la bestia de viento y polvo se acercaba a toda velocidad.
Dos segundos: ese instante previo a la tragedia, y ocurrió algo aún más inesperado.
Alf, que estaba en el costado, se atravesó entre mi persona y el “ser” demostrando toda su fiereza. No alcanzó a hacer mucho más.
Se me hizo un nudo en la garganta. Desde el interior del torbellino, una abertura gigante comenzó a mostrarse, mientras se acercaba y engullía a Alf, frente a mi atónita mirada.
A pesar del impacto y el sonido de mi perrito del alma quejándose del dolor, reaccioné, y atiné a correr, correr y correr todo lo que pude sin mirar atrás. No habrán sido más de cinco minutos, que me parecieron una eternidad, el tiempo que demoré en llegar a casa. Llorando y no sabiendo explicar lo sucedido a mis padres, que me miraron sin comprender lo que me pasaba.
Rato después, más tranquilo, les expliqué lo sucedido, pero, como era de esperarse, no dieron crédito a la situación. Mi papá, un poco molesto, creyendo que le había hecho algo malo al can, salió a buscarlo, pero, no lo encontró.
Aquella noche no pegué pestaña, no podía creer lo ocurrido. Esa criatura, como decirlo, no sabía que era, en mi búsqueda había devorado a Alf  frente a mis ojos, y yo no reaccioné, no lo defendí. La culpa me carcomió.
Al día siguiente, obviando que era día de clases, subí a la bicicleta de mi papá y aceleré en dirección al lugar de los hechos. Al llegar no encontré a Alf, pero si un par de cosas que me conmovieron.
Primero, sangre repartida por la tierra seca del camino. La evidencia de la partida de mi amigo. Al verla, exploté en llanto, de la tristeza y dolor de perder a mi compañero leal de tantas rutas. Ya resignado, y disponiéndome a regresar a casa, algo llamó mi atención. Alrededor y entre las manchas de sangre, varias pisadas extrañas, un poco más grande que las de los humanos, pero sin las huellas del talón,  se repetían por toda la zona. Me estremecí y decidí volver. Nunca más sería igual. //OA

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