#HUARA #SIBAYA #PISAGUA
Existe un Chile tan propio como desconocido. Un Chile
alejado de los edificios, de las playas, de los supermercados y del mundo
agitado tan característico de las urbes en general. Ese Chile que se define por
la vida apegada a la tierra, por el amor a las tradiciones, por el respeto a
los antepasados y el cuidado del entorno. Sibaya es uno de estos. Un pueblito
escondido en uno de los tantos recovecos pampinos de la Región
de Tarapacá.![]() |
Imagen: www.tell.cl |
Como el andar frenético de la vida pretende exterminar
cualquier caserío que no se sume a la vorágine capitalista, Sibaya tiene una
población que baja y baja. Cada vez son menos los jóvenes que se quedan a vivir
en estos lugares. Llegado el momento de estudiar la educación media o
universitaria, los jóvenes deben emigrar, y muy pocas veces vuelven a
establecerse definitivamente en Sibaya.
La historia que a continuación contaré le ocurrió a uno de
éstos jóvenes, hoy convertido en ingeniero comercial, que vive en Iquique, pero
que a pesar de la lejanía y el ritmo de vida, siempre que puede, se hace un espacio
para visitar su pueblo natal.
Andrés, como cada mañana, era despertado por su madre para
ir a la escuelita. Una que no tenía muchos estudiantes y por eso recibían su educación
todos los niveles en una sala. Una maestra joven, venida desde Santiago,
aceptaba el desafío que implicaba hacer patria ahí. Sí, porque para nadie era
un misterio que quien se iba a trabajar a estos puntos tan alejados de los
lujos y comodidades que entregaba la ciudad, lo hacía sabiendo del tremendo
esfuerzo y desgaste que implicaba estar lejos de los suyos. Pero así es Sibaya.
Un pueblo para valientes.
En la clase, no más de 10 estudiantes ordenados de forma
particular parecían expectantes y concentrados de lo que la profesora les
diría.
-Bien Chiquillos-
Vamos a ir a Pisagua. Don Juan ofreció su furgón- Señaló. La
algarabía se apoderaba de todos quienes estaban presentes. No siempre se podían
hacer viajes de estudios y los chicos lo sabían.
Allá podrían mojarse
las patitas en la playa, conocer algunos sitios patrimoniales e ir al faro. Pero todos estos atractivos no
se comparaban con la última parada del viaje. El cementerio. Andrés sabía que su madre y su abuelo lo
mandarían con alguna ofrenda para su abuela, fallecida antes de que él naciera.
El niño también estaba contento, porque en
la casa, prácticamente no se hablaba de su abuela y ni fotos habían, algo no
tan extraño si se piensa en el lujo que implicaba un retrato o algo parecido en
una familia como la de él, además tenía muchas ganas de conocer el mar.
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Imagen: www:wikipedia.org |
Así fue pasando la semana previa al viaje. Todos ansiosos,
nadie prestaba mucha atención a la clase de la profesora, lo único que hacían
era hablar de lo que harían al llegar allá. Finalmente el calendario eliminó
los días hasta que fue el esperado martes 13 de octubre del 98.
Tempranito por la mañana, mucho antes de que el sol
abrasador apareciera, la madre, el
abuelo y otros apoderados despidieron al grupo que partía rumbo a Pisagua,
liderado por la profesora y su conductor, padre de uno de los estudiantes
mayores de la escuelita y que pronto debería partirdel pueblo si quería seguir
con sus estudios.
Cantaron, comieron pan con huevo, algunos durmieron y otros
leyeron en el trayecto. Hasta que frente a sus ojos, un horizonte azul se
divisó. El glorioso Océano Pacífico, teatro de tantas batallas, parecía darles
la bienvenida.
Iniciaron visitando la playa, luego fueron al viejo
hospital, a la antigua cárcel, al teatro municipal, y de ahí a almorzar, por la
tarde disfrutaron de playa hasta que salieron rumbo al cementerio. Llegaron a la ladera de un cerro que estaba
cubierta con muchas cruces. En el
ingreso, una señora de avanzada edad, pelo cano y mirada gentil les dijo que el
cementerio era un lugar sagrado, que había que respetar a los muertos pues
ellos estaban descansando. –Además, todos
algún día vamos a morir y no queremos que nos molesten- cerró.
La mamá de Andrés le
había enviado un ramo de flores para que depositara en la tumba de su abuela.
Algo que se hizo imposible, pues, muchas
de las cruces presentes ahí, no tenían nombre, y sólo su presencia era la
evidencia que bajo tierra había restos.
Una de las tumbas le llamó la atención. Estaba decorada con maderas que
en algún pasado fueron juguetes.
Andrés pensó lo obvio. No la encontraría. Decidió dejar las
flores ahí, pero un candadito pequeño escondido tras la cruz le llamó la
atención. A unos metros de distancia la profesora indicaba el fin del viaje
para retornar a casa. Sin pensarlo mucho, y más por la curiosidad que le
generó, el niño arrancó el candado, que estaba sujeto a una cadena que cedió
con facilidad por efecto de la erosión y partió a agarrar puesto junto a la
ventana para el retorno que se avecinaba.
Durante el trayecto de regreso, Andrés les mostró a todos su hallazgo. Algunos se sorprendieron y otros lo reprendieron por lo que había
hecho, ya que nunca era bueno quitar las cosas de los muertos. A Andrés no le
importó mucho.
Ya era de noche cuando llegaron a Sibaya. Junto a la escuela
los esperaban los padres que, contentos al divisar las luces del vehículo, hacían
gestos con la mano a los tripulantes del furgón, que entre bostezos bajaron y
se fueron a sus casas.
Al día siguiente, Andrés llevó el candado al colegio,
decidió guardarlo allí para no despertar sospechas de su mamá que cuando le
preguntó por el destino de las flores, mintió con un “Sí, la profesora me ayudó a encontrarla”.
Pasaron los días, hasta que en uno de esos, la profesora,
que, como suele ocurrir en las escuelitas de pueblos rurales, vivía en una
habitación en el interior del mismo centro educativo, creyendo que los niños le hacían una broma les
dijo: “Quiero saber quiénes de ustedes se
están metiendo a la escuela en la noche y hacen tremendo bullicio”. Los
niños, los únicos niños del pueblo, por supuesto, quedaron sorprendidos, pues
ninguno de ellos había ingresado al establecimiento, y menos habían gastado
semejantes bromas a la profesora, a quien respetaban mucho y se lo hacían saber
en varias ocasiones.
La profesora, en conversación con algunos padres, les
explicó la situación, corroborando de parte de ellos que no eran los niños
quienes seguían importunando su buen dormir. Hasta que conversó con una de las
señoras más ancianas del pueblo. – Usted
me dijo que fueron al cementerio de Pisagua, ¿No habrán estos cabros huevones
robado algo de los difuntos?-Señaló la viejita.
La imagen de Andrés y el candado pasó por la mente de la
profesora, quien al día siguiente interpeló al estudiante, que luego de ser
reprendido mostró mucho arrepentimiento. Llegado el fin de semana, la madre, después de
nuevamente retar a Andrés, la profesora, y el mismo chico partieron de regreso
a Pisagua a devolver el candado. Ya no estaba la señora de edad en el ingreso
del cementerio, y la primera aclaración extraña vino de parte de un caballero,
que, sentado en una mesa de registro les indicó. - Llevo trabajando cinco años acá y no sé de quién hablan, el martes 13
de octubre estuve enfermo, y como nadie me podía reemplazar, simplemente no
vine. – Dijo.
La profesora y Andrés se miraron cómplices, sin entender lo que ocurría, porque eso no
explicaba quién los había atendido ese día.
A pesar de lo anterior, continuaron el trayecto. Las
sorpresas continuarían. Andrés divisó a lo lejos, la tumba desde la que había
sustraído el candado. El ramo de flores estaba intacto donde lo había dejado.
Ya habían pasado varias semanas desde el viaje y ni un pétalo se había salido
de las flores, que se veían más relucientes que nunca. La madre de Andrés tomó
el candado, y con sumo cuidado lo acomodó a los pies de la cruz de madera.
Enseguida tomó las flores y caminó a la tumba de su madre. Ahí vino la mayor de
las sorpresas. Delante de una gran cruz de madera, y entre cántaros
improvisados con botellas plásticas cortadas, una imagen desgastada de una
señora, la misma que los había atendido aquel día, luchaba contra el paso del
tiempo.
Tanto la profesora, como Andrés guardaron silencio. Al volver
a casa, se decidieron a comentar lo que había ocurrido a la madre, que no dio
crédito a lo que escuchaba. Esa misma noche, los ruidos cesaron en la escuela y
ya no hubo más problemas. Llegado el fin de año, la profesora no continuó en el
cargo, pero el recuerdo de lo vivido no lo olvidará jamás, así como tampoco
Andrés, que decidió no volver a pisar el Cementerio de Pisagua. //OA
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