domingo, 1 de septiembre de 2019

EL CANDADO


#HUARA #SIBAYA #PISAGUA

Existe un Chile tan propio como desconocido. Un Chile alejado de los edificios, de las playas, de los supermercados y del mundo agitado tan característico de las urbes en general. Ese Chile que se define por la vida apegada a la tierra, por el amor a las tradiciones, por el respeto a los antepasados y el cuidado del entorno. Sibaya es uno de estos. Un pueblito escondido en uno de los tantos recovecos pampinos de la Región
de Tarapacá.
Imagen: www.tell.cl
Como el andar frenético de la vida pretende exterminar cualquier caserío que no se sume a la vorágine capitalista, Sibaya tiene una población que baja y baja. Cada vez son menos los jóvenes que se quedan a vivir en estos lugares. Llegado el momento de estudiar la educación media o universitaria, los jóvenes deben emigrar, y muy pocas veces vuelven a establecerse definitivamente en Sibaya.
La historia que a continuación contaré le ocurrió a uno de éstos jóvenes, hoy convertido en ingeniero comercial, que vive en Iquique, pero que a pesar de la lejanía y el ritmo de vida, siempre que puede, se hace un espacio para visitar  su pueblo natal.
Andrés, como cada mañana, era despertado por su madre para ir a la escuelita. Una que no tenía muchos estudiantes y por eso recibían su educación todos los niveles en una sala. Una maestra joven, venida desde Santiago, aceptaba el desafío que implicaba hacer patria ahí. Sí, porque para nadie era un misterio que quien se iba a trabajar a estos puntos tan alejados de los lujos y comodidades que entregaba la ciudad, lo hacía sabiendo del tremendo esfuerzo y desgaste que implicaba estar lejos de los suyos. Pero así es Sibaya. Un pueblo para valientes.
En la clase, no más de 10 estudiantes ordenados de forma particular parecían expectantes y concentrados de lo que la profesora les diría.
-Bien Chiquillos- Vamos a ir a Pisagua.  Don Juan ofreció su furgón- Señaló. La algarabía se apoderaba de todos quienes estaban presentes. No siempre se podían hacer viajes de estudios y los chicos lo sabían.
 Allá podrían mojarse las patitas en la playa, conocer algunos sitios patrimoniales  e ir al faro. Pero todos estos atractivos no se comparaban con la última parada del viaje. El cementerio.  Andrés sabía que su madre y su abuelo lo mandarían con alguna ofrenda para su abuela, fallecida antes de que él naciera.  El niño también estaba contento, porque en la casa, prácticamente no se hablaba de su abuela y ni fotos habían, algo no tan extraño si se piensa en el lujo que implicaba un retrato o algo parecido en una familia como la de él, además tenía muchas ganas de conocer el mar.
Imagen: www:wikipedia.org
Así fue pasando la semana previa al viaje. Todos ansiosos, nadie prestaba mucha atención a la clase de la profesora, lo único que hacían era hablar de lo que harían al llegar allá. Finalmente el calendario eliminó los días hasta que fue el esperado martes 13 de octubre del 98.
Tempranito por la mañana, mucho antes de que el sol abrasador apareciera,  la madre, el abuelo y otros apoderados despidieron al grupo que partía rumbo a Pisagua, liderado por la profesora y su conductor, padre de uno de los estudiantes mayores de la escuelita y que pronto debería partirdel pueblo si quería seguir con sus estudios.
Cantaron, comieron pan con huevo, algunos durmieron y otros leyeron en el trayecto. Hasta que frente a sus ojos, un horizonte azul se divisó. El glorioso Océano Pacífico, teatro de tantas batallas, parecía darles la bienvenida.
Iniciaron visitando la playa, luego fueron al viejo hospital, a la antigua cárcel, al teatro municipal, y de ahí a almorzar, por la tarde disfrutaron de playa hasta que salieron rumbo al cementerio.  Llegaron a la ladera de un cerro que estaba cubierta  con muchas cruces. En el ingreso, una señora de avanzada edad, pelo cano y mirada gentil les dijo que el cementerio era un lugar sagrado, que había que respetar a los muertos pues ellos estaban descansando. –Además, todos algún día vamos a morir y no queremos que nos molesten- cerró.
La mamá de Andrés  le había enviado  un ramo de flores  para que depositara en la tumba de su abuela. Algo que se hizo imposible, pues,  muchas de las cruces presentes ahí, no tenían nombre, y sólo su presencia era la evidencia que bajo tierra había restos.  Una de las tumbas le llamó la atención. Estaba decorada con maderas que en algún pasado fueron juguetes.
Andrés pensó lo obvio. No la encontraría. Decidió dejar las flores ahí, pero un candadito pequeño escondido tras la cruz le llamó la atención. A unos metros de distancia la profesora indicaba el fin del viaje para retornar a casa. Sin pensarlo mucho, y más por la curiosidad que le generó, el niño arrancó el candado, que estaba sujeto a una cadena que cedió con facilidad por efecto de la erosión y partió a agarrar puesto junto a la ventana para el retorno que se avecinaba.
Durante el trayecto de regreso, Andrés les mostró a todos  su hallazgo. Algunos se sorprendieron  y otros lo reprendieron por lo que había hecho, ya que nunca era bueno quitar las cosas de los muertos. A Andrés no le importó mucho.
Ya era de noche cuando llegaron a Sibaya. Junto a la escuela los esperaban los padres que, contentos al divisar las luces del vehículo, hacían gestos con la mano a los tripulantes del furgón, que entre bostezos bajaron y se fueron a sus casas.
Al día siguiente, Andrés llevó el candado al colegio, decidió guardarlo allí para no despertar sospechas de su mamá que cuando le preguntó por el destino de las flores, mintió con un “Sí, la profesora me ayudó a encontrarla”.
Pasaron los días, hasta que en uno de esos, la profesora, que, como suele ocurrir en las escuelitas de pueblos rurales, vivía en una habitación en el interior del mismo centro educativo,  creyendo que los niños le hacían una broma les dijo: “Quiero saber quiénes de ustedes se están metiendo a la escuela en la noche y hacen tremendo bullicio”. Los niños, los únicos niños del pueblo, por supuesto, quedaron sorprendidos, pues ninguno de ellos había ingresado al establecimiento, y menos habían gastado semejantes bromas a la profesora, a quien respetaban mucho y se lo hacían saber en varias ocasiones.
La profesora, en conversación con algunos padres, les explicó la situación, corroborando de parte de ellos que no eran los niños quienes seguían importunando su buen dormir. Hasta que conversó con una de las señoras más ancianas del pueblo. – Usted me dijo que fueron al cementerio de Pisagua, ¿No habrán estos cabros huevones robado algo de los difuntos?-Señaló la viejita.
La imagen de Andrés y el candado pasó por la mente de la profesora, quien al día siguiente interpeló al estudiante, que luego de ser reprendido mostró mucho arrepentimiento.  Llegado el fin de semana, la madre, después de nuevamente retar a Andrés, la profesora, y el mismo chico partieron de regreso a Pisagua a devolver el candado. Ya no estaba la señora de edad en el ingreso del cementerio, y la primera aclaración extraña vino de parte de un caballero, que, sentado en una mesa de registro les indicó. - Llevo trabajando cinco años acá y no sé de quién hablan, el martes 13 de octubre estuve enfermo, y como nadie me podía reemplazar, simplemente no vine. – Dijo.
La profesora y Andrés se miraron cómplices,  sin entender lo que ocurría, porque eso no explicaba quién los había atendido ese día.
A pesar de lo anterior, continuaron el trayecto. Las sorpresas continuarían. Andrés divisó a lo lejos, la tumba desde la que había sustraído el candado. El ramo de flores estaba intacto donde lo había dejado. Ya habían pasado varias semanas desde el viaje y ni un pétalo se había salido de las flores, que se veían más relucientes que nunca. La madre de Andrés tomó el candado, y con sumo cuidado lo acomodó a los pies de la cruz de madera. Enseguida tomó las flores y caminó a la tumba de su madre. Ahí vino la mayor de las sorpresas. Delante de una gran cruz de madera, y entre cántaros improvisados con botellas plásticas cortadas, una imagen desgastada de una señora, la misma que los había atendido aquel día, luchaba contra el paso del tiempo.
Tanto la profesora, como Andrés guardaron silencio. Al volver a casa, se decidieron a comentar lo que había ocurrido a la madre, que no dio crédito a lo que escuchaba. Esa misma noche, los ruidos cesaron en la escuela y ya no hubo más problemas. Llegado el fin de año, la profesora no continuó en el cargo, pero el recuerdo de lo vivido no lo olvidará jamás, así como tampoco Andrés, que decidió no volver a pisar el Cementerio de Pisagua. //OA

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