El jeep había funcionado perfecto. Es bravo recorrer el
norte de Chile, el paisaje es monótono y las velocidades que adquieren los
autos en ruta muchas veces no se dimensionan, lo que provoca la mayoría de los accidentes
de tráfico.
Por eso el pueblito que se avizoraba a medio kilómetro era
una salvación, más aún en los noventa, cuando la masificación de los vehículos
era aún una utopía y el camino entre Antofagasta y Calama no era tan
transitado.
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Imagen: www.turismoi.cl |
Se hacía tarde y apuramos la marcha, intentamos avanzar
antes que diera la noche, pero se nos hizo imposible, ustedes entenderán;
empujar un vehículo por la montonera de metros que nos faltaban por llegar
podía ser torturador, pero entre los cuatro viajeros pudimos hacerlo.
Para nuestra sorpresa, el pueblito rebosaba luminoso en la
pampa traicionera. Apenas nos vieron,
una multitud de personas salió a recibirnos. Al parecer interrumpíamos una
celebración importante. El pueblo entero estaba engalanado con guirnaldas de colores
y focos grandes, mientras de fondo, unas rancheras se escuchaban a todo
volumen.
Lo primero que nos sorprendió fue el recibimiento de la
gente. Unos tipos que dijeron ser maestros metieron el jeep en un garaje que
parecía ser taller mecánico y nos dijeron que mañana podría volver a funcionar
sin problemas, pero que ahora, era momento de celebrar.
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Imagen: www.wikipedia.org |
Varias mujeres se nos acercaron, nos ofrecieron sendos vasos
de un licor extraño, mezcla de vino y aguardiente, mientras bailaban entre
ellas y nos invitaban al disfrute. Las miradas cómplices entre nosotros no se
hicieron esperar. Fiesta, diversión y alojamiento gratis, así, de la nada. Ya
nos habíamos hecho la idea de pasar la noche mirando el cielo infinito
despejado del norte, y este hallazgo parecía un regalo divino. Hicimos lo que
había que hacer. Lo aprovechamos.
No recuerdo el momento en que vi a mis amigos por última
vez, sólo que perdí la noción del tiempo mientras bailaba una cumbia de los
Vikings 5 frente dos jóvenes morenas vestidas de chinas.
Al día siguiente, el sol abrasador del desierto me recordaba
con un palpitar en la cabeza que estaba vivo y debía continuar. Lo primero que
pensé al verme tirado en plena calle del pueblo, aún sin ver bien fue: -pucha
que estuvo buena la fiesta.- Pero algo extraño comenzó a aparecer frente a mí,
a medida que la vista se me aclaraba.
Las casas y calles del pueblo que la noche anterior se veían
tan limpias y adornadas, ahora no eran más que un caserío abandonado, alejado
del glamour y adorno de la noche anterior. Me empecé a asustar. Divisé el jeep,
justo fuera de lo que en el pasado había sido un taller, pero que ahora ni
techo tenía. La puerta del vehículo se abrió, era un amigo que, desorientado,
intentaba explicarse lo mismo que yo.
A los minutos aparecieron los dos restantes. Fuera por el
miedo o por el calor, corrimos a subirnos al jeep con la esperanza de salir de
ahí. ¡Bingo! El automóvil prendió inmediatamente: Había sido reparado.
Al salir, contrastamos lo vivido, y nos llevamos otra
sorpresa, todos contábamos historias diferentes.
Pero la peor historia fue la de Carlos, el más chico del
grupo. Nos contó que, apenas llegamos, unos militares nos habrían capturado e
ingresado a una habitación oscura con otro grupo de personas. Luego de un par
de horas, iban sacando pequeños grupos que encerraban en una habitación
cercana.
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Imagen: www.todoantofagasta.cl |
Desde donde estábamos habríamos escuchado como los golpeaban
y torturaban. Hasta que, de pronto, el
sonido seco de balas se escuchaba. Un nuevo silencio, y la puerta entreabriéndose:
-ustedes, vengan acá- habría dicho otro milico.
Carlos se mostraba aún en shock, porque según sus
palabras, nos vio morir ahí, y quedar
desparramados en el olvido del desierto.
Decidimos apurar la marcha y ni siquiera voltear a mirar las
ruinas aún visibles de ese pueblo fantasma con pasado a sol y salitre llamado
Oficina Chacabuco. //OA
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