domingo, 1 de septiembre de 2019

LA CASONA

#LASCABRAS

Es muy común ver en el campo chileno, casonas que parecieran abandonadas en el tiempo. Sus moradores,  tarde mal y nunca se dejan ver por ellas y son los cuidadores, campesinos a cargo del cuidado, quienes se encargan de mantenerlas en buen estado para esas visitas esporádicas de los dueños, que pese a no tenerlas como sitios favoritos, forman parte de su patrimonio.
Existía en la comuna de Las Cabras una casa que guardaba las características antes nombradas. Tenía un ingreso con grandes escaleras marmoladas que daba a un pasillo interior, cubierto por un gran ventanal, que permitía la vista de un inmenso jardín que adornaba la estancia. Los poseedores de la misma, dicen las malas lenguas, eran santiaguinos que acostumbraban a visitarla constantemente en los años 60’, pero que con el paso del tiempo, una vez muertos los dueños originales, quienes se convirtieron en  herederos,  poca atención prestaron y las visitas se hicieron cada vez más esporádicas.
Imagen: Conociendochile.com
En los 80’, era frecuente el uso de una de las alas de la casa para la catequización de los niños del sector. En ese grupo, estaba Javier, un joven, que, como todos los hijos de los campesinos de antaño, eran enseñados en la religión católica. Junto a otros seis compañeritos, cada sábado escuchaban las aburridas clases de Don Gilberto, un devoto que parecía apasionarse por la enseñanza religiosa, pese al nulo interés de los chicos, que, como tales estaba más interesados en jugar y hacer cualquier cosa, finalmente era sábado y el estudio era para la semana.
Como cada catequesis, había momentos de descanso. El famoso recreo lo disfrutaban corriendo por las piezas abiertas de la casona, que daban a un patio interior adornado de flores y otras plantas exóticas. La otra ala, completamente cerrada, era custodiada en su puerta por el mismo Don Gilberto, que descansaba fumándose un pucho a la espera de iniciar la segunda patita de clases.
Aquel sábado, Javier no lo olvidaría jamás. Se reunieron con Don Gilberto, que los esperaba hace ya un rato en el portón de la casona. Enfilaron a una de las habitaciones reconvertidas en salas y comenzaron a escuchar. El primer periodo de clases pasó sin mayor sobresalto.  Cuando ya se acercaba el término, les anunció que iba al baño, y por ende,  podían jugar en el patio mientras lo esperaban.
Como ya se había hecho costumbre, decidieron jugar a las escondidas. El patio y las habitaciones abiertas eran los lugares perfectos para esconderse, sumado lo anterior al atardecer que ya retiraba los últimos rayos de sol.
 El turno de buscarlos fue de Jorge, el más pelusa, que de inmediato comenzó a contar. El último en salir fue Javier, que notó que todos  sus amigos se aseguraron los mejores escondrijos. Desesperado porque la cuenta final estaba cercana, se metió por la puerta prohibida.
 Al atravesarla, un largo corredor de habitaciones se dejó ver. Un pasillo con infinidades de fotos, la gran mayoría en blanco y negro, mostraba muchas caras de personas estiradas y de mirada molesta. A lo lejos oyó la voz de Jorge, que terminaba de contar y se disponía a buscar.  Rápidamente, se metió en una habitación que daba a otro patio interior que apenas permitía el ingreso de la iluminación exterior, tapada por enredaderas de flores violetas que impedían ver los pilares en los que se sostenían. Fugaz como sólo él podía, se escondió tras uno de éstos a esperar que alguien llegara.
A lo lejos, unos pasos se acercaban. Parecía ser que había terminado el juego, pues se notaba que quienes se aproximaban eran más de uno. Pero la imagen que vio, lo paralizó. Una señora, anciana, vestida de enfermera, guiaba la silla de ruedas en la que un joven, inmovilizado y sin piernas, se acercaban. Tras ellos, dos niños: uno que caminaba con mucha dificultad y ayudaba a una joven más pequeña, ciega a sentarse en uno de los sillones en la terraza.
Avergonzado porque tendría que disculparse con los dueños de casa, salió desde detrás del pilar. Pero, para su sorpresa y sobresalto, en el patio no había nadie. Presa del susto volvió corriendo al pasillo, y cuando estaba por cruzar la puerta, sus ojos se fijaron en unas fotos en la pared del costado. Las mismas personas que había visto hace un rato aparecían en ellas, con la diferencia de que en todas las imágenes estaban sentados y con los ojos cerrados, como si estuvieran durmiendo, o mejor dicho: ¡Muertos!
En ese momento, la puerta se abrió, era Don Gilberto, que, como se esperaba lo retó por desobedecerlo.  Javier sólo atinó a abrazarlo. El adulto, extrañado por el gesto, señaló - ¿Por qué te asustas tanto?
Cómo los compañeros se mostraron preocupados por la actitud de Javier, el viejo sintió la necesidad de explicar. “Chicos, tranquilos, aquí no vive nadie, hace años habían unas personas enfermas al cuidado de mi abuela, pero ya no están”.
Javier lanzó un grito y salió corriendo, mientras sus compañeros se miraron extrañados.
El joven no volvió a catequesis, y pasado el tiempo la casa no se prestó más para esos usos. Años después, fue vendida y demolida, y de sus dueños originales nada se supo.
Una costumbre muy tétrica de las familias del siglo pasado eran las fotografías que se hacían con los parientes fallecidos, que guardaban en estas casas, donde además iban a “esconder” a aquellos hijos o parientes indeseados, muchas veces, por ser frutos de relaciones endogámicas que traían vergüenza y deshonor a la familia, y el lugar perfecto para ocultarlos eran estas casonas alejadas de la sociedad, donde no existían preguntas y el acceso a ellas se daba exclusivamente a círculos de confianza. //OA

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