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Pero ese día algo no andaba bien. El mar de árboles impedía
ver el cielo y nadie quería reconocer que estábamos perdidas. Por eso
continuamos silentes hasta llegar a una pequeña bifurcación en el camino. Ahí mismo
decidimos sincerarnos y reconocer lo obvio, acordando pasar la noche bajo un imponente olivillo.
#CHILOÉ
El camino húmedo en medio de esos árboles añosos parecía más
complejo a medida que nos adentrábamos en el bosque. No podía ser cierto, y en
nuestras mentes, lo oído hace sólo un par de horas atrás en el restaurant no
era más que una de esas historias hechas para asustar al forastero. El punto es
que
ahí estábamos, en pleno corazón de Chiloé buscando el lugar más cómodo para
montar la carpa, a sabiendas de las nubes amenazantes que no nos traían buenas
noticias.
Desde el inicio del viaje habíamos tenido que sortear
problemas. Que cómo podían viajar sólo mujeres, que era peligroso, que no
conocíamos, y así, un montón de malas vibras frente al viaje que iniciábamos.
Pero nos atrevimos. Yo y mis amigas, a la aventura. Tal como nos habíamos
prometido al salir del colegio.
No tardó mucho en aparecer la lluvia. Era de esperarse.
Apuradas nos encerramos en la carpa, que pese al maltrato de las dos semanas de
viaje, resistía estoicamente el ataque de la ventolera y el agua que caía en
baldes por entre las ramas. Un par de horas más tarde, nos fuimos a dormir,
esperando el fin del temporal, pero teniendo claro que las lluvias del sur
pueden seguir por días y semanas. Luego, lo infaltable: - Chiquillas, quiero ir
a hacer pipí- dijo la Naty ¿Quién va conmigo? Un poco a regañadientes me ofrecí
a acompañarla, empatizando con su necesidad, pero ocultando las ganas de ir,
que hace rato resistía.
No caminamos ni cinco metros y, apoyado de un árbol, un palo
retorcido llamó mi atención. "El bastón perfecto para el trekking",
pensé, más el apuro de mi compañera hizo que volviera a mi objetivo.
Andrea, la otra integrante del grupo, que se negó a
acompañarnos, sintió pronto la necesidad de darnos alcance, sea por miedo o por
ganas de orinar, así que sólo un minuto después de nuestra partida, abrió el
cierre de la tienda y salió, esperanzada en divisarnos por las cercanías, pero
lo único que encontró fue mucho más desagradable que la lluvia misma. Justo al
frente de la carpa, el paso de algún animal, pensó, dejó sus fecas apestosas
repartidas.
Como el agua arreciaba, decidió volver a la carpa antes de
empaparse más, pero, en el momento mismo en que intentó regresar, la imagen más extraña que pudo imaginar
apareció a su lado. Un hombre muy atractivo, de tez morena, metro ochenta y a
torso descubierto le lanzaba su aliento, paralizándola de inmediato y
haciéndola caer en un sueño profundo y cálido.
De ahí, se borró.
No pasó mucho, y regresamos. Con sorpresa vimos a Andrea en
el piso del húmedo camino. Parecía estar desmayada, de otro modo no se
explicaba su presencia allí, en medio del vendaval.
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Rápidamente nos acercamos y, con estupor, comprobamos que
sólo estaba durmiendo. Después de despertarla y todavía desorientada, volvimos
a la carpa. Mientras nos despojábamos de las ropas mojadas, Andrea nos contó lo
que le había sucedido, desde sus ganas de alcanzarnos, las fecas en la entrada
de la carpa y el encuentro con su galán. Sin dejar de mirarnos, nos dijo que,
ahora que lo pensaba, lo ocurrido había sido algo extraño y peligroso, pero que
en ese instante no sintió temor, sólo relajo y tranquilidad, a pesar de que no
recordaba más.
Prácticamente no pegamos un ojo en toda la noche, asustadas
por lo acontecido. Por la madrugada, cesó la lluvia. Con los primeros claros,
decidimos ordenar todo y volver a la ciudad, pero al salir de la carpa, nos
llevamos otra sorpresa más: todo el lugar estaba cubierto de quilinejas, unas
plantas trepadoras típicas de la isla, a pesar de que sólo un día antes no
había siquiera una de esas en el sector que acampamos.
Antes de partir, quise ir a buscar el palito retorcido que
había visto en la noche para usarlo de bastón en el largo trayecto de regreso,
pero no lo encontré.
Decidimos partir.
Más tarde, la anciana
del restaurant nos reafirmaría todas las historias sobre el mítico ser, ese que
con su pahueldún ronda los bosques en busca de mujeres, a las que enamora con
su aliento haciéndose pasar por galán: El Trauco. //OA