#LASCABRAS
Es muy común ver en el campo chileno, casonas que parecieran
abandonadas en el tiempo. Sus moradores,
tarde mal y nunca se dejan ver por ellas y son los cuidadores,
campesinos a cargo del cuidado, quienes se encargan de mantenerlas en buen
estado para esas visitas esporádicas de los dueños, que pese a no tenerlas como
sitios favoritos, forman parte de su patrimonio.
Existía en la comuna de Las Cabras una casa que guardaba las
características antes nombradas. Tenía un ingreso con grandes escaleras
marmoladas que daba a un pasillo interior, cubierto por un gran ventanal, que
permitía la vista de un inmenso jardín que adornaba la estancia. Los poseedores
de la misma, dicen las malas lenguas, eran santiaguinos que acostumbraban a visitarla
constantemente en los años 60’, pero que con el paso del tiempo, una vez muertos
los dueños originales, quienes se convirtieron en herederos, poca atención prestaron y las visitas se hicieron
cada vez más esporádicas.
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Imagen: Conociendochile.com |
En los 80’, era frecuente el uso de una de las alas de la
casa para la catequización de los niños del sector. En ese grupo, estaba
Javier, un joven, que, como todos los hijos de los campesinos de antaño, eran
enseñados en la religión católica. Junto a otros seis compañeritos, cada sábado
escuchaban las aburridas clases de Don Gilberto, un devoto que parecía
apasionarse por la enseñanza religiosa, pese al nulo interés de los chicos,
que, como tales estaba más interesados en jugar y hacer cualquier cosa,
finalmente era sábado y el estudio era para la semana.
Como cada catequesis, había momentos de descanso. El famoso
recreo lo disfrutaban corriendo por las piezas abiertas de la casona, que daban
a un patio interior adornado de flores y otras plantas exóticas. La otra ala,
completamente cerrada, era custodiada en su puerta por el mismo Don Gilberto,
que descansaba fumándose un pucho a la espera de iniciar la segunda patita de
clases.
Aquel sábado, Javier no lo olvidaría jamás. Se reunieron con
Don Gilberto, que los esperaba hace ya un rato en el portón de la casona.
Enfilaron a una de las habitaciones reconvertidas en salas y comenzaron a
escuchar. El primer periodo de clases pasó sin mayor sobresalto. Cuando ya se acercaba el término, les anunció
que iba al baño, y por ende, podían
jugar en el patio mientras lo esperaban.
Como ya se había hecho costumbre, decidieron jugar a las
escondidas. El patio y las habitaciones abiertas eran los lugares perfectos
para esconderse, sumado lo anterior al atardecer que ya retiraba los últimos
rayos de sol.
El turno de buscarlos
fue de Jorge, el más pelusa, que de inmediato comenzó a contar. El último en
salir fue Javier, que notó que todos sus
amigos se aseguraron los mejores escondrijos. Desesperado porque la cuenta
final estaba cercana, se metió por la puerta prohibida.
Al atravesarla, un
largo corredor de habitaciones se dejó ver. Un pasillo con infinidades de
fotos, la gran mayoría en blanco y negro, mostraba muchas caras de personas
estiradas y de mirada molesta. A lo lejos oyó la voz de Jorge, que terminaba de
contar y se disponía a buscar.
Rápidamente, se metió en una habitación que daba a otro patio interior
que apenas permitía el ingreso de la iluminación exterior, tapada por
enredaderas de flores violetas que impedían ver los pilares en los que se
sostenían. Fugaz como sólo él podía, se escondió tras uno de éstos a esperar que
alguien llegara.
A lo lejos, unos pasos se acercaban. Parecía ser que había
terminado el juego, pues se notaba que quienes se aproximaban eran más de uno.
Pero la imagen que vio, lo paralizó. Una señora, anciana, vestida de enfermera,
guiaba la silla de ruedas en la que un joven, inmovilizado y sin piernas, se
acercaban. Tras ellos, dos niños: uno que caminaba con mucha dificultad y
ayudaba a una joven más pequeña, ciega a sentarse en uno de los sillones en la
terraza.
Avergonzado porque tendría que disculparse con los dueños de
casa, salió desde detrás del pilar. Pero, para su sorpresa y sobresalto, en el
patio no había nadie. Presa del susto volvió corriendo al pasillo, y cuando estaba
por cruzar la puerta, sus ojos se fijaron en unas fotos en la pared del costado.
Las mismas personas que había visto hace un rato aparecían en ellas, con la
diferencia de que en todas las imágenes estaban sentados y con los ojos
cerrados, como si estuvieran durmiendo, o mejor dicho: ¡Muertos!
En ese momento, la puerta se abrió, era Don Gilberto, que,
como se esperaba lo retó por desobedecerlo.
Javier sólo atinó a abrazarlo. El adulto, extrañado por el gesto, señaló
- ¿Por qué te asustas tanto?
Cómo los compañeros se mostraron preocupados por la actitud
de Javier, el viejo sintió la necesidad de explicar. “Chicos, tranquilos, aquí
no vive nadie, hace años habían unas personas enfermas al cuidado de mi abuela,
pero ya no están”.
Javier lanzó un grito y salió corriendo, mientras sus
compañeros se miraron extrañados.
El joven no volvió a catequesis, y pasado el tiempo la casa
no se prestó más para esos usos. Años después, fue vendida y demolida, y de sus
dueños originales nada se supo.
Una costumbre muy tétrica de las familias del
siglo pasado eran las fotografías que se hacían con los parientes fallecidos,
que guardaban en estas casas, donde además iban a “esconder” a aquellos hijos o
parientes indeseados, muchas veces, por ser frutos de relaciones endogámicas que
traían vergüenza y deshonor a la familia, y el lugar perfecto para ocultarlos
eran estas casonas alejadas de la sociedad, donde no existían preguntas y el
acceso a ellas se daba exclusivamente a círculos de confianza. //OA