#QUILLOTA
Del lugar exacto no puedo dar fe. Algunas personas apuntan a
la población Said, mientras que otros dicen que fue en la Villa Beatita
Benavides. De cualquier modo lo acontecido ocurrió en la zona sur poniente de
la ciudad.
Ya se escuchaba el cuchicheo entre los vecinos. Ruidos
extraños por la noche, golpes a las paredes y sobre todo, gritos desgarradores,
como si provinieran desde el mismo infierno rompían el silencio de las
madrugadas en el sector. De cualquier forma todos lo comentaban con relativa
cautela. Nadie quería confirmar ni desmentir lo que a todas luces se creía que
ocurría en la vivienda de los González.
La familia González estaba compuesta por los padres, Carlos
y Emiliana y sus tres hijos: Diego. Carlitos y Javiera, la menor. Vivían en la casa hace unos diez años.
Anteriormente la morada había estado ocupada por una anciana que decían “veía
las velas” y que un día simplemente desapareció. Pasó otro tiempo y la casa
estuvo abandonada hasta que la adquirió la familia antes mencionada.
La pieza de Javierita era la misma que ocupaba la anciana.
Eso no lo sabían los padres, que la acomodaron en esta habitación porque era la
más cercana a la de ellos. La Javi era “la luz de sus ojos”, la regalona, el
conchito que todos querían y cuidaban.
De pronto, cosas extrañas comenzaron a ocurrir. Había mañanas
en que la encontraban durmiendo en el pasillo, porque decía que “una abuelita”
la echaba de la pieza. Otras, los peluches que cariñosamente su madre había
ordenado en la habitación aparecían desparramados por todas partes. Incluso en
un par de ocasiones Javierita amanecía con hematomas en el cuerpo. Los padres,
inicialmente lo atribuyeron a los hermanos, a quienes castigaban por la
brusquedad que tenían para “jugar” con su hermana y la poca “valentía” de no
reconocer que la golpeaban.
![](https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEicblncXYC7d_dIvthYWc_4gdk0bw6BUm5jUbp_hLuxDHclaqjtY41-MZ0BShuu-VTkysHLjDm-8QaWGnUsZW1jvRRQe6R8XA3ihpePMcKZQpnKeeMCKhbQRCJ3zRcQr920uKZZ9uPV0xNz/s320/1190277467.jpg)
Los padres, desesperados, le contaron a la abuela, madre
de Emiliana, lo que ocurría, y ella, mujer anciana sabia, les dijo que
acudieran de inmediato al cura de su parroquia, en la Said. El párroco de la
iglesia, un poco incrédulo frente a lo que relataban los padres, les pidió que
todas las noches “rezaran” diez padres nuestros a la niña y rociaran con agua
bendita la ropa de la joven, las paredes y el piso. Si la situación persistía, pidió que lo
llamaran.
Los padres siguieron al pie de la letra las órdenes del
sacerdote y esperaron. Las primeras noches fueron un éxito. Javiera pudo dormir
tranquilamente. Pero a la segunda semana, nuevamente comenzaron los problemas.
Los padres, angustiados, llegaron donde el cura explicando que su idea no había
funcionado y que temían por la vida de su hija.
El cura decidió asistir a la familia una noche para
verificar con sus propios ojos que lo que ocurría no era una farsa. Dispuso en su maleta una botella de agua
bendita, un escapulario y varias pequeñas cruces de madera.
Cuando llegó, a eso de las diez de la noche, el tormento ya
había comenzado. La joven daba alaridos por la pieza, se maltrataba mientras gritaba
en latín perfecto lo que el padre identificó como un pasaje del apocalipsis de
su querida biblia, hecho que lo dejó impactado. Era imposible que una niña de
diez años supiera un idioma que no más de un puñado de personas, de vasta edad
conocía en Chile.
Así, activó el protocolo que por la tarde había consultado
en sus empolvados libros, esos que había estudiado mientras era seminarista y
que pensó jamás utilizaría. Llenó de cruces la habitación y la casa, puso a
rezar padres nuestros a toda la familia y roció de agua bendita a la niña, que
se retorcía con una fuerza sobrehumana, mientras era afirmada por el padre, su
hermano y un par de tíos que habían asistido a ayudar. Después de batallar más
de dos horas, la niña por fin se calmó.
Esta práctica, dicen los vecinos, fue llevada a cabo por más
de dos meses; hasta que por fin llegó la tranquilidad. El sacerdote les había
dicho que no tenía sentido irse de la casa, pues el espíritu que poseía a la
niña la acompañaría donde fueran, por eso los padres decidieron pasar todo el
tormento en ese hogar. Cuando ya hubo certeza de que habían vencido y Javiera
se volvía a ver como la reluciente niña que era, y sus ojos ya no mostraron más
la amarga tristeza en que estaba envuelta, la familia decidió vender y partir.
El sacerdote que realizó el exorcismo fue asignado a un
pueblo del sur y de él nunca más se supo, mientras que la familia retornó a la
capital, de donde eran originarios para perderse en el mar de gente
santiaguino. Esa es la historia del exorcismo quillotano del que todos hablaban
en la intimidad, pero que nadie se atrevió a comentar en público. //OA
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