domingo, 18 de agosto de 2019

EXORCISMO QUILLOTANO


#QUILLOTA

Del lugar exacto no puedo dar fe. Algunas personas apuntan a la población Said, mientras que otros dicen que fue en la Villa Beatita Benavides. De cualquier modo lo acontecido ocurrió en la zona sur poniente de la ciudad.
Ya se escuchaba el cuchicheo entre los vecinos. Ruidos extraños por la noche, golpes a las paredes y sobre todo, gritos desgarradores, como si provinieran desde el mismo infierno rompían el silencio de las madrugadas en el sector. De cualquier forma todos lo comentaban con relativa cautela. Nadie quería confirmar ni desmentir lo que a todas luces se creía que ocurría en la vivienda de los González.
La familia González estaba compuesta por los padres, Carlos y Emiliana y sus tres hijos: Diego. Carlitos y Javiera, la menor.  Vivían en la casa hace unos diez años. Anteriormente la morada había estado ocupada por una anciana que decían “veía las velas” y que un día simplemente desapareció. Pasó otro tiempo y la casa estuvo abandonada hasta que la adquirió la familia antes mencionada.
La pieza de Javierita era la misma que ocupaba la anciana. Eso no lo sabían los padres, que la acomodaron en esta habitación porque era la más cercana a la de ellos. La Javi era “la luz de sus ojos”, la regalona, el conchito que todos querían y cuidaban.
De pronto, cosas extrañas comenzaron a ocurrir. Había mañanas en que la encontraban durmiendo en el pasillo, porque decía que “una abuelita” la echaba de la pieza. Otras, los peluches que cariñosamente su madre había ordenado en la habitación aparecían desparramados por todas partes. Incluso en un par de ocasiones Javierita amanecía con hematomas en el cuerpo. Los padres, inicialmente lo atribuyeron a los hermanos, a quienes castigaban por la brusquedad que tenían para “jugar” con su hermana y la poca “valentía” de no reconocer que la golpeaban.
Pero una noche despertaron alarmados con un estruendo que venía de la pieza de la joven. Cuando los adultos ingresaron a la habitación, el espectáculo fue espantoso. Su hija, su pequeña, los miraba  apoyada completamente sobre la pared, como si estuviera pegada al muro, sin mover un músculo, con su mirada ajena, lejana a la inocencia que acostumbraban a ver en ella. Carlos, al ver la escena, sólo atinó a sacarla de ahí, pero una fuerza sobrenatural le impedía siquiera moverle un dedo. Con la ayuda de Emiliana y Carlitos pudieron trasladarla a la cama, pero en el instante en que la dejaban. La niña gritó, con un sonido gutural, lo que aterró a todos. Así comenzarían días de profunda angustia para la familia, que noche a noche veían como la Javi gritaba, se golpeaba, rasguñaba, e incluso hablaba en lenguas extrañas, todo a vista y paciencia de la familia que no sabía qué hacer.
Los padres,  desesperados, le contaron a la abuela, madre de Emiliana, lo que ocurría, y ella, mujer anciana sabia, les dijo que acudieran de inmediato al cura de su parroquia, en la Said. El párroco de la iglesia, un poco incrédulo frente a lo que relataban los padres, les pidió que todas las noches “rezaran” diez padres nuestros a la niña y rociaran con agua bendita la ropa de la joven, las paredes y el piso.  Si la situación persistía, pidió que lo llamaran.
Los padres siguieron al pie de la letra las órdenes del sacerdote y esperaron. Las primeras noches fueron un éxito. Javiera pudo dormir tranquilamente. Pero a la segunda semana, nuevamente comenzaron los problemas. Los padres, angustiados, llegaron donde el cura explicando que su idea no había funcionado y que temían por la vida de su hija.
El cura decidió asistir a la familia una noche para verificar con sus propios ojos que lo que ocurría no era una farsa.  Dispuso en su maleta una botella de agua bendita, un escapulario y varias pequeñas cruces de madera.
Cuando llegó, a eso de las diez de la noche, el tormento ya había comenzado. La joven daba alaridos por la pieza, se maltrataba mientras gritaba en latín perfecto lo que el padre identificó como un pasaje del apocalipsis de su querida biblia, hecho que lo dejó impactado. Era imposible que una niña de diez años supiera un idioma que no más de un puñado de personas, de vasta edad conocía en Chile.
                                         
Así, activó el protocolo que por la tarde había consultado en sus empolvados libros, esos que había estudiado mientras era seminarista y que pensó jamás utilizaría. Llenó de cruces la habitación y la casa, puso a rezar padres nuestros a toda la familia y roció de agua bendita a la niña, que se retorcía con una fuerza sobrehumana, mientras era afirmada por el padre, su hermano y un par de tíos que habían asistido a ayudar. Después de batallar más de dos horas, la niña por fin se calmó.
Esta práctica, dicen los vecinos, fue llevada a cabo por más de dos meses; hasta que por fin llegó la tranquilidad. El sacerdote les había dicho que no tenía sentido irse de la casa, pues el espíritu que poseía a la niña la acompañaría donde fueran, por eso los padres decidieron pasar todo el tormento en ese hogar. Cuando ya hubo certeza de que habían vencido y Javiera se volvía a ver como la reluciente niña que era, y sus ojos ya no mostraron más la amarga tristeza en que estaba envuelta, la familia decidió vender y partir.
El sacerdote que realizó el exorcismo fue asignado a un pueblo del sur y de él nunca más se supo, mientras que la familia retornó a la capital, de donde eran originarios para perderse en el mar de gente santiaguino. Esa es la historia del exorcismo quillotano del que todos hablaban en la intimidad, pero que nadie se atrevió a comentar en público. //OA


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